ago 072012
 

Felipe Aizpún

Dos perspectivas filosóficas de la realidad.

Dos modelos filosóficos se disputan las preferencias de nuestra clase intelectual, el que denominaremos modelo clásico y el que nombraremos modelo moderno. El modelo clásico es básicamente esencialista; se sustenta por tanto sobre la convicción de la existencia real de los universales, y defiende la posición metafísica de que todas las cosas de este mundo tienen una esencia o una naturaleza que determina su identidad. La idea de forma sustancial constituye un principio fundamental en el modelo esencialista. Platón, como sabemos, postulaba la existencia real de las formas ideales al margen de los sujetos particulares que no eran sino sombras o reflejos de aquellas formas supremas. El esencialismo clásico, superada esta concepción platónica, se asienta en la idea aristotélica de un realismo moderado, según la cuál las esencias tienen una existencia real pero sólo en los individuos particulares, donde se concretan tanto la forma o arquetipo como la materia que carece igualmente de realidad tangible al margen de los sujetos particulares, ya que en la concepción aristotélica la materia, como sabemos, no es sino un principio causal, una potencia que no se concreta en acto sino a través de las cosas realmente existentes.

El modelo clásico recoge las aportaciones a la filosofía de la Naturaleza de la tradición aristotélica y la escolástica. En especial, incorpora la idea de la distinción entre potencia y acto con la que Aristóteles superó la perplejidad de sus contemporáneos en relación a la idea del movimiento y el cambio en relación al ser, así como el principio de causalidad final, la idea de la forma sustancial y la materia como potencia, la idea de las causas eficientes, la distinción entre causas primeras y segundas, el principio mismo de causalidad posteriormente redefinido como principio de razón suficiente, y en definitiva todo un arsenal de herramientas conceptuales que permitían establecer un puente entre el conocimiento experimental de la realidad y los principios de la metafísica entendida como ciencia del ser en cuanto ser.

La filosofía moderna por su parte es el modelo que se consolida a partir del siglo XVII con la popularización del racionalismo cartesiano y el empirismo anglosajón, en un intento de dotar al desarrollo de la ciencia de un marco conceptual propio independiente de los condicionamientos de la metafísica tradicional. Esta verdadera revolución en la historia del pensamiento tiene, sin embargo, su verdadero punto de partida en la formulación de la filosofía nominalista de autores como Guillermo de Ockham (en la imagen) allá por el siglo XIV, al proponer que no existe realmente nada más que los seres particulares y que los universales no son otra cosa que una construcción de nuestra mente observadora, careciendo de existencia real alguna fuera de ella.

Esta base filosófica permitió a los autores posteriores desentenderse del concepto de esencia o forma sustancial y desechar otras ideas de la filosofía tradicional como la causa formal y congruentemente también la causa final en la Naturaleza. Surge así el mecanicismo, es decir, la idea de que todo puede ser explicado por sus causas eficientes a partir de un estado inicial de cosas y del cambio experimentado por una Naturaleza básicamente pasiva al amparo de las fuerzas o leyes naturales que rigen el cosmos. Los principios tradicionales de la filosofía de la Naturaleza, y en especial la idea fundamental de la distinción entre potencia y acto, serían relegados al olvido y de esta forma la ciencia quedaría desconectada del saber filosófico y la metafísica pasaría a ser una disciplina meramente abstracta o teórica, sin conexión aparente con el conocimiento empírico de la realidad.

Es importante reseñar que la filosofía moderna no surge como una superación o una refutación del modelo clásico, sino como una opción, es decir, como el olvido voluntario de ciertos elementos explicativos de la realidad que resultan superfluos para el desarrollo de la actividad científica como tal. El error consiguiente consistiría en proclamar que el conocimiento científico resulta suficiente para comprender plenamente la realidad de todo lo existente, olvidando que lo único que la ciencia puede proporcionarnos es la relación y medida de los aspectos cuantificables de dicha realidad. Como colofón, el modelo nos empuja a una visión reduccionista en la que las cosas complejas quieren explicarse a partir de lo simple como una mera agregación de elementos en donde las propiedades distintivas del todo se nos aparecen como resultado de un evento calificado de “emergencia” sin que la misma precise de ninguna explicación causal añadida. Pues bien, estos dos sistemas explicativos contendientes encuentran su correspondencia en sendos modelos descriptivos de la biología, el darwinismo y sus secuelas naturalistas actualizadas por un lado y la propuesta del Diseño Inteligente por otro.

El darwinismo es una propuesta que recoge de forma impecable todas las características del modelo de la filosofía moderna. Especialmente es una propuesta de carácter intrínsecamente anti-esencialista. Como señalara Ernst Mayr (apodado “el Darwin del siglo XX”), los arquetipos (es decir, las formas sustanciales del paradigma esencialista clásico) constituyen la idea más frontalmente disconforme con la teoría darwinista de la evolución. No es de extrañar por tanto, tal como se ha señalado habitualmente, que la obra magna de Charles Darwin resultase perfectamente inútil para resolver el enigma que le daba título, “el origen de las especies”. Y es que en el modelo darwinista, heredero ejemplar de la tradición nominalista, las especies no tienen entidad propia, los universales carecen de existencia real, sólo existen individuos particulares sujetos a un proceso de cambio permanente, de paso hacia nuevas formas biológicas imposibles de predecir. Darwin estableció en concreto que utilizaba el término “especie” por mera conveniencia, como algo arbitrariamente atribuido, al igual que el término “variedad”, y que las fronteras entre una y otra categoría eran difusas e imposibles de determinar. Como puntualiza Étienne Gilson en su estupendo “De Aristóteles a Darwin y vuelta” las especies son por definición tipos estrictamente definidos. Si cambiaran dejarían de ser lo que son y por tanto dejarían de existir. Decir que las especies son fijas es una tautología, decir que son cambiantes equivale a decir que no existen.

El darwinismo es radicalmente mecanicista y por lo tanto reduccionista. Heredero de una forma de pensamiento dominante en su época, proclama la ausencia no sólo de causas formales y por lo tanto de la existencia real de diseño en las formas vivas sino, por derivación necesaria, igualmente de teleología o finalidad. El modelo reduccionista impone que las formas vivas no son otra cosa que el resultado de una acumulación o agregación de variaciones fortuitas (la única forma de causalidad admisible es la causalidad ascendente bottom-up) de tal forma que no existe un modelo ideal preestablecido sino el mero resultado fortuito de procesos explicables por completo por sus causas eficientes naturales. Así, no tenemos ojos para ver sino que vemos porque tenemos ojos; y las aves vuelan porque han obtenido accidentalmente en la lotería de la evolución, tal capacidad adaptativa. Las propiedades superiores de los seres vivos como las facultades mentales y especialmente la condición racional del ser humano deben de ser interpretadas también como el resultado emergente de propiedades derivadas de la sustancia material de que están hechos.

Lo que se trata de analizar es si un modelo explicativo de esta naturaleza nos da una justificación satisfactoria de todo lo que conocemos. Y la respuesta, ya la hemos dado muchas veces, es NO. No nos justifica la emergencia de la vida en un cosmos inanimado (como señala con rotundidad Flew en su libro), ni los saltos de organización y complejidad experimentados por las formas vivas. En definitiva, no es capaz de afrontar de manera convincente el desafío principal que representa la “forma biológica” para cualquier modelo. Así lo han visto muchos autores contemporáneos, entre ellos el filósofo Jerry Fodor que hacía de tal anomalía el sujeto de su libro “What Darwin got wrong”, o el científico Stuart Newman que ofrecía su propuesta de los “Dynamic Patterning Modules” para intentar cumplimentar la necesidad de una Teoría de la Forma que toda propuesta evolucionista debe contener.

Pero de todos los intentos por explicar la forma biológica en el seno del paradigma nominalista (la cuadratura del círculo, pensarán ustedes), el que más aceptación ha tenido sea quizás el de la propuesta del concepto de auto-organización como justificación del proceso de aumento en la complejidad funcional de los sistemas biológicos, sorprendentemente traído a colación de manera pacífica por el profesor Arana en la conferencia que daba origen a esta serie. Este principio explicativo recoge la propuesta del filósofo Stuart Kauffman en su célebre artículo “Reinventing the sacred”, en el que el autor reivindicaba el principio de la auto-organización como causa justificativa del diseño de los organismos vivientes. La auto-organización se ha ido consolidando como mantra dominante entre la parroquia naturalista una vez constatado que la propuesta del azar y la selección natural resulta demasiado ingenua como argumento para explicar el diseño fascinante de las formas vivas en la Naturaleza.

La auto-organización pretende enmarcarse dentro de las soluciones deterministas al problema: el azar no basta, se impone la necesidad como mejor alternativa. A través de la idea de auto-organización Kauffman quiere proclamar la maravillosa capacidad creativa de “la Naturaleza”. Sin embargo la auto-organización no puede presentarse como una explicación justificativa sino como un enunciado meramente descriptivo. Hay algo organizado y complejo que antes no existía. La auto-organización no es sino un discurso vacío que pretende escapar a la necesidad de una justificación causal: la cosa se ha organizado a sí misma, se ha organizado sola. Pero una explicación de esta naturaleza no es de recibo. “Organizar” es un verbo transitivo, exige un sujeto que organiza algo y un objeto independiente de aquel, aquello que es organizado. Todo proceso de organización es un proceso intencional y requiere un agente organizador que justifique la complejidad funcional inherente a la novedosa cosa organizada emergida en un eventual proceso evolutivo.

La auto-organización no puede predicarse de la “Naturaleza” como sujeto agente en quien personificar capacidad intencional o atribuir causalidad teleológica de ningún tipo. Se trata de un concepto espurio que contradice por otra parte el principio de causalidad (pieza fundamental de la filosofía de la Naturaleza tradicional) en la formulación preferida por el filósofo tomista antes mencionado Edward Feser. Dicha formulación establece que nada puede pasar de la potencia al acto si no es por mediación de algo que está previamente en acto. En definitiva, nada puede ser causa y efecto de sí mismo. Eso y no otra cosa supondría el principio de auto-organización. (continuará)

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